Ni bien el árbitro Carlos Maglio dio el pitazo final empezó la fiesta. Si bien desde temprano en las cercanías de la cancha, y después en las tribunas, los hinchas de Newell’s celebraron sin parar, al terminar el partido le dieron suelta a la alegría que, desde que le miércoles pasado su equipo se coronó campeón, siente por haber llegado a lo más alto.
Gerardo Martino y sus muchachos entraron a la cancha como nunca lo habían hecho en el torneo: sonrientes, distaendidos, sin poder ocultar la satisfacción de poder festejar con su gente en las tribunas. El Tata cruzó la cancha como lo hizo siempre, seguro, confiado, pero esta vez se permitió levantar su mano derecha y saludar a la tribuna que lo obsequió una ovación.
Armaron una ronda en medio de la cancha, alrededor del círculo central, le dieron una vuelta y otra y otra más, esperaron el momento justo y rodeados de banderas, rebozantes de alegría, arrancaron con la vuelta olímpica, que dieron lentamente, disfrutando cada paso, cada segundo, mientras a su alrededor las tribunas eran un huracán rojo y negro.
Les tomó el tiempo justo para que se montara en medio de la cancha el podio donde recibieron las medallas de campeones y, después, la copa, que reicibió el gran capitán, Lucas Bernardi, y después pasó de mano en mano, para que todos la pudieran tocar, besar, tener en sus manos cuanto más no sea por unos segundos. Volaban papelitos, la tribuna era un éxtasis, la fiesta era leprosa de punta a punta.
Desde el mediodía el Coloso desbordó de pasión rojinegra. Las tribunas colmadas, los rostros sonrientes, las voces roncas de tanto alentar a los jugadores que, con la segura dirección técnica del Tata, lograron lo que todos ansiaban, un nuevo título, el séptimo para el quipo de parque Independencia. En cada rincón del estadio había ganas de volver a gritar «¡Newell’s campeón!».
Estaban los que fueron siempre, que acompañaron al equipo desde la primera fecha, hiciera calor, lloviera o, como esta tarde, tuvieran que sentir el rigor del invierno rosarino; también, los que no se quisieron perder la fiesta, aunque tuvieran que venir de lejos para hacerlo ,como el actor Gustavo Bermúdez, que ocupó un lugar en la platea, como un hincha más.
Hubo vuelta olímpica, con el plantel completo a los saltos, abrazos, cantando las canciones que hasta ahora eran patrimonio exclusivo de la tribuna y que ahora, después de haber hecho realidad el sueño de ser campeones, los jugadores hicieron suyas. Las que cataban a viva voz, después de cada triunfo, en el vestuario, a puertas cerradas.
Con Bernardi a la cabeza, los jugadores se erigieron en héroes. Los aplausos que bajaron desde las tribunas, efusivos, respetuosos, vibrantes, expresaron el agradecimiento de los simpatizantes rojinegros. Un premio al esfuerzo, a la entrega, a la convicción, a la valentía que que llevaron a la cancha la idea futbolística del Tata Martino.
A nadie le importó el resultado, la derrota con Argentinos Jrs. por la mínima diferencia. El coloso fue una gran fiesta, un carnaval rojo y negro, que se reflejaba en los rostros felices de los jugadores, a los que les tocó entrar y a los que vieron el partido desde afuera, y sobre todo la del Tata Martino, que no podía contener la enorme felicidad que le regaló a los hinchas leprosos y que se regaló a sí mismo.